miércoles, 4 de julio de 2012

Ang babae sa septic tank - The Woman in the Septic Tank International- (2011), de Marlon Rivera



Los chicos del cine independiente

¿Por qué seremos tan dementes
 los chicos del cine independiente?
Tomi Lebrero

La ópera prima de Marlon Rivera, Ang babae sa septic tank, participó de numerosos festivales, entre ellos la última edición del BAFICI -parte de la Competencia Oficial-, cosechando muy buenas reseñas y comentarios.
Se trata de una parodia ácida, corrosiva y crítica sobre el ambiente del cine “indie”. Un cine que se dice independiente, pero cuya lógica, estética y moral responde a un canon tan estereotipado, acartonado y despiadado como el hollywoodense.
El film retrata las ideas y expectativas de tres jóvenes -realizador, productor y asistente- que pretenden realizar el próximo super-éxito cinematográfico en festivales internacionales independientes. Simplemente potenciando las formulas de explotación de la pobreza y miserias del tercer mundo.
Conocen los clichés de los tanques festivaleros (denuncia de las problemáticas sociales; imágenes de pobreza, explotación, maltrato, crueldad, injusticia, abuso infantil; relatos descarnados, entre otros); por lo tanto, suponen que aplicando todos en su justa medida (o, mejor dicho, en excesiva medida -para que el golpe sea más bajo-) abrirían la puerta al prestigio de intelectuales y realizadores del mundo.
Consiste en un relato altamente autoreflexivo puesto que, desde el inicio, piensa en las condiciones propias del lenguaje cinematográfico. La voz over comienza la construcción de una diégesis que enseguida se descubre secundaria (corresponde al relato que el personaje del director practica sobre su film) y artificial. De esta forma, el espectador ingresa en el detrás de escena de la creación cinematográfica. Se revela el artificio y la creación del constructo fílmico.
El espectador alcanza una distancia que le permitirá desentrañar las vísceras de la mise en scène cinmatorgáfica. Se identifica a partir de la historia (puesto que es consumidor de dicho cine), pero se aleja como consecuencia del relato (resultado de la exposición constante del artificio).
La mirada meta-referencial también se construye a través de la representación de los géneros, con la explicitación del conjunto de normas que los sostienen. Se exponen los diferentes tratamientos que pueden aplicarse sobre el registro de la realidad, enseñando sus lógicas internas y convenciones. Como se dijo anteriormente, la parodia es la reina del film, y se percibe muy claramente en estos cuadros. El melodrama, el documental de denuncia, el musical y el star system son algunos de los tópicos que se desnudan.

El climax crítico lo alcanza una de las escenas finales, que expone a los tres jóvenes regocijándose en la miseria humana más decadente, extasiados por haber encontrado la locación perfecta de su film. Ellos saben que esa visión, el retrato de la miseria tercermundista, es garantía de premios y prestigio, brindado por críticos, productores, público y programadores “independientes”; toda la fauna de bien pensantes progres que constituyen el mundillo indie. Exponen una lógica mezquina, donde lo más importante es mostrar crudamente lo terrible de la realidad, ser polémico y romper los límites del buen gusto.

Esta parodia está dirigida a todos los circuitos del campo cinematográfico: la realización, la exhibición y el consumo. Principalmente, a aquéllos que participan de los festivales internacionales, por ser el espacio de legitimación del cine independiente foráneo por excelencia.
Lo interesante del film se encuentra en el replanteo, el debate que despierta acerca de la postura y compromiso que el realizador debe tener sobre la realidad a la que refiere. Nos lleva a cuestionarnos si el discurso fílmico que el director enuncia responde a una ideología y un marco de valores verdadero o sólo a una pose transgresora que vende.

jueves, 21 de junio de 2012

Elefante blanco (2012), de Pablo Trapero


La vida por la fe
"Señor, quiero morir por ellos, ayúdame a vivir para ellos"
(Carlos Múgica)


Nuevamente, Trapero nos instala en un núcleo podrido y supurante de la sociedad; nos contagia de una picazón que nos incomoda y disgusta.

Elefante blanco compone un retrato de tres sujetos -dos curas tercermundistas (Ricardo Darín y Jérémie Renier) y una asistente social (Martina Gusmán)- que desempeñan funciones (múltiples) en un entorno tan hostil e inseguro como lo es una villa miseria argentina –en este caso, Ciudad Oculta-. Los protagonistas, como es de imaginarse, enfrentan situaciones extremas, no sólo de violencia, sino también de ambigüedad ética e ideológica progresivamente insoportables.
A su alrededor, el entorno conflictivo se expresa, en cada grito, vestigio, rastro. El barrio respira, sangra… oprime.

El título del film refiere a una construcción abandonada –residuo del proyecto de construcción del hospital más grande de Latinoamérica- ubicado en el corazón del territorio de la villa. Una estructura descomunal que, en circunstancias, adquiere un carácter monstruoso y amenazador; principalmente por los rituales y hábitos que se desarrollan entre los escombros y las ruinas del edificio.
Sin embargo, la inmensidad aludida en aquél, también se corresponde con la espectacularidad de la propuesta formal de Trapero. Planos generales colosales –que enmarcan locaciones tan diversas como la urbanización decadente de la villa hasta la costa peruana-; numerosos planos secuencia –magistralmente ejecutados-; dirección de enormes cantidades de personajes; trabajo con no actores; etc.
Uno de sus mayores aciertos, como remarcamos previamente, es la realización de los planos secuencia, que nos permiten recorren los angostos e inquietantes recovecos de Ciudad Oculta. Sentimos la amenaza en carne propia, porque nos encarnamos en el punto de vista de la cámara, apropiándonos de una subjetividad perturbadora.

Si bien los puntos positivos del film son varios -a los que también se puede añadir una narración dinámica y sólida- posee un flanco débil que no se puede dejar de mencionar. El problema no es de orden estético sino ético -aunque, a mi entender, resulta imposible diferenciar ambas categorías, puesto que toda estética posee un planteo ético ineludible y viceversa-.

Jacques Rivette, en su texto (ya) clásico De la abyección (1961), expone lo siguiente:

“…por múltiples razones, de fácil comprensión, el realismo absoluto, o el que puede llegar a contener el cine, es aquí imposible; cualquier intento en este sentido será necesariamente incompleto («por lo tanto inmoral»), cualquier tentativa de reconstitución o de enmascaramiento irrisorio o grotesco, cualquier enfoque tradicional del «espectáculo» denota voyeurismo y pornografía. El director se ve obligado a atenuar, para que aquello que se atreve a presentar como la «realidad» sea físicamente soportable para el espectador (…). Al mismo tiempo, cada uno de nosotros se habitúa hipócritamente al horror (…) ¿quién podrá la próxima vez extrañarse o indignarse ante lo que, en efecto, habrá dejado de ser chocante!?”
“Digamos que podría ser que todos los temas nacen libres y en igualdad de derechos. Lo que cuenta es el tono, o el acento, el matiz, no importa cómo lo llamemos: es decir, el punto de vista de un individuo, el autor, un mal necesario, y la actitud que toma dicho individuo con respecto a lo que rueda, y en consecuencia con el mundo y con todas las cosas (…). Hay cosas que no deben abordarse si no es con cierto temor y estremecimiento; la muerte es sin duda una de ellas, ¿y cómo no sentirse, en el momento de rodar algo tan misterioso, un impostor?” (¡Vale la pena leerlo entero!)

Rivette se refería a los campos de concentración y a un film en particular: Kapo (Gillo Pontecorvo, 1960). Sin embargo, la calidad y complejidad del concepto acuñado puede aplicarse a otros films y situaciones. Después de todo, las villas miserias también son realidades que deberían avergonzarnos y la exposición “pornográfica” del cuerpo de un joven acribillado no puede mostrarse en planos detalle, que fracturan el horror de la muerte estetizándola. Al ritmo de Rivette, lo que importa es la actitud del realizador y, quizá, con un fuera de campo o una alusión menos obscena (o no obscena) podría evitarse el golpe bajo y la inmoralidad.
En su intento de exponer críticamente situaciones complejas y graves de la realidad, resulta retratándolo como un turista, ajeno a las dificultades y adversidades que se tatúan en la piel de los verdaderos habitantes.

Puede reconocerse el deseo de exponer un aspecto de nuestra sociedad que se invisibiliza cotidianamente, puesto que las heridas que generan son irreversibles en quien las descubre. En este sentido, existe una coherencia en la filmografía de Trapero que permite comprender que este no se trata de un intento vacuo de exportar una guía de lujo sobre las atrocidades del tercer mundo a Europa (quiero creer); sino una forma de compromiso legítima. El realizador se cuida de no caer en los lugares comunes más determinantes; no criminaliza, pero tampoco reivindica la vida en la villa… Simplemente la expone con sus matices claroscuros, sus contradicciones y necesidades. Quizá, en su intento desmesurado de articular las numerosas facetas de la dinámica del barrio, junto al desarrollo de los personajes –cada uno, también, con cuestiones existenciales propias-, culmina en un fresco muy extenso, pero poco profundo de sus realidades.

Elefante blanco se erige como una crítica muy sofisticada y refinada pero poco punzante, puesto que esboza una gran cantidad de focos de tensión –drogas, corrupción, desidia, resignación, etc.- sin ahondar lo suficiente en ninguno.

martes, 28 de febrero de 2012

Hugo (2011), de Martin Scorsese

El ilusionista

"Come and dream with me..."


Martin Scorsese es un verdadero cinéfilo; un romántico de la magia y fantasía del cine. Se fascina como un niño, gozando al narrar sus historias.

Quizá por eso se encarna con tanta eficacia en la mirada de Hugo (Asa Butterfield), un joven cuyo propósito en la vida consiste en reparar artefactos dañados, mecanismos de relojería que deben remendarse para funcionar armónicamente dentro del engranaje de la mayor maquinaria: la vida en sociedad.
Sin embargo, existen eslabones sueltos, imposibles de amalgamarse hasta encontrar la pieza necesaria para funcionar correctamente.

Hugo, es uno de ellos. Solo en el mundo, mitigando su absoluta soledad a partir de la compañía de un autómata, descubre la dicha al conocer a Isabelle (Chloë Grace Moretz), una niña culta y aventurera.
Nos identificamos con estas criaturas dickensianas, cuyas fantasías y esperanzas se resisten a desvanecerse en un mundo que les da la espalda y pisotea. Son ellos quienes mejor representan la mirada del espectador de cine –al menos, el espectador cinematográfico “ideal”-; una percepción ávida de imágenes fascinantes, provenientes de imaginarios majestuosos y complejos, habitados por todo tipo de seres increíbles, pero verosímiles.

Ese es el terreno de Georges Méliès, el ultra prolífico –su filmografía supera los quinientos films- realizador francés, hacedor de sueños, que dio vida a un universo fantástico que aun continúa encantando al público, hechizándolo y asombrándolo hasta el final.
Por esto, Papa Georges transita tan cómodamente en aquél territorio scorsesiano; por ello es que, también, sus artilugios cobran vida.
Hugo y Papa Georges (Ben Kingsley) pueden homologarse a la figura del autómata, puesto que, al igual que aquél, carecen de “corazón”; la soledad los atrofia y necesitan de “otro” para enmendarse; para activar su motor; para fantasear una vez más –al igual que el arte cinematográfico sólo funciona con la presencia del espectador, un “otro” dispuesto a soñar junto con la imagen proyectada en la pantalla-.

Scorsese realiza su homenaje a Georges Méliès a partir de una narración tierna, colmada de romanticismo y calidez. Recupera el encanto de los orígenes del cine, reproduciendo, incluso, escenas clásicas –como el descarrilamiento del tren en la estación-, desmontando trucos primigenios y despertando la nostalgia de un espectador quizá un poco embotado por la ausencia de la magia originaria.

Deposita un ojo en el pasado, retomando con añoranza aquel universo primitivo, sin perder de vista, con el otro, la actualidad de la disciplina y sus recursos. Los fusiona con maestría y genialidad de un relato sólido y complejo, que emociona hasta las lágrimas a los románticos empedernidos del séptimo arte.

"...you've tried to forget the past for so long, but it has caused you nothing but unhappiness. Maybe it's time you tried to remember."

viernes, 3 de febrero de 2012

Cave of Forgotten Dreams (2010), de Werner Werzog


El origen

Werner Herzog continúa su producción documental para ofrecernos esta bellísima reflexión sobre el hombre, la memoria y nuestra identidad.


Utilizando como punto de partida el hallazgo de una cueva que contenía impresionantes creaciones humanas, que databan de treinta mil años A.C., el alemán discurre sobre la memoria ancestral y primordial del hombre. Al igual que Alain Resnais en Nuit et brouillard (1965), Herzog apunta a la memoria común del ser humano, nuestro pasado e historia, a través de un relato poético que anima y vivifica un espacio poblado de huellas, fantasías y vestigios de la antigüedad.
Herzog nos encanta a partir de la magia de las imágenes y relatos que ofrece. Nos invita a ingresar a un mundo fantástico y, tras cruzar el umbral natural que el arco representa, abrir nuestra mente para abandonar la cosmovisión imperante y abrazar una perspectiva holista que nos permita comprender y reconocer(nos) en las imágenes, grabados y escrituras el deseo de expresión que nos hermana con nuestros antepasados.
La cámara, el equipo de filmación y los investigadores nos acompañan. No pueden ocultarse –aunque quisieran-, poniendo en evidencia el artificio y la construcción del relato. No por ello deja de fascinarnos y encantarnos. No por ello nos distanciamos.
Recorremos junto a ellos aquel territorio mágico, para interpretar la vida, costumbres y cultura de los hombres que una vez soñaron y vibraron entre las sombras.

Se trata de un documental que se aleja del modelo explicativo, puesto que genera más interrogantes que los que devela. Herzog, lejos de encarnar la voz de Dios (típica del documental tradicional) toma el lugar del hombre moderno fascinado, al igual que los espectadores, por la creación humana y los misterios que la rodean. Imagina múltiples escenarios sobre lo acontecido e incluso se arriesga a conjeturar el porvenir, aplicando la lógica de la transformación y permeabilidad –matrices de la cultura ancestral- entre los seres vivos; entre el hombre y los animales; dentro de la naturaleza.

Retornamos al origen, olvidando, solo por un rato, el largo camino que hemos recorrido desde entonces.
Los latidos nos rodean y cobijan; se confunden con los propios; se acoplan a los de otro. Esa ubicuidad ¿representa la hermandad de la humanidad o la soledad propia de la era contemporánea?

Cada espectador deberá indagar en la profundidad de sí mismo para resolverlo.