jueves, 21 de junio de 2012

Elefante blanco (2012), de Pablo Trapero


La vida por la fe
"Señor, quiero morir por ellos, ayúdame a vivir para ellos"
(Carlos Múgica)


Nuevamente, Trapero nos instala en un núcleo podrido y supurante de la sociedad; nos contagia de una picazón que nos incomoda y disgusta.

Elefante blanco compone un retrato de tres sujetos -dos curas tercermundistas (Ricardo Darín y Jérémie Renier) y una asistente social (Martina Gusmán)- que desempeñan funciones (múltiples) en un entorno tan hostil e inseguro como lo es una villa miseria argentina –en este caso, Ciudad Oculta-. Los protagonistas, como es de imaginarse, enfrentan situaciones extremas, no sólo de violencia, sino también de ambigüedad ética e ideológica progresivamente insoportables.
A su alrededor, el entorno conflictivo se expresa, en cada grito, vestigio, rastro. El barrio respira, sangra… oprime.

El título del film refiere a una construcción abandonada –residuo del proyecto de construcción del hospital más grande de Latinoamérica- ubicado en el corazón del territorio de la villa. Una estructura descomunal que, en circunstancias, adquiere un carácter monstruoso y amenazador; principalmente por los rituales y hábitos que se desarrollan entre los escombros y las ruinas del edificio.
Sin embargo, la inmensidad aludida en aquél, también se corresponde con la espectacularidad de la propuesta formal de Trapero. Planos generales colosales –que enmarcan locaciones tan diversas como la urbanización decadente de la villa hasta la costa peruana-; numerosos planos secuencia –magistralmente ejecutados-; dirección de enormes cantidades de personajes; trabajo con no actores; etc.
Uno de sus mayores aciertos, como remarcamos previamente, es la realización de los planos secuencia, que nos permiten recorren los angostos e inquietantes recovecos de Ciudad Oculta. Sentimos la amenaza en carne propia, porque nos encarnamos en el punto de vista de la cámara, apropiándonos de una subjetividad perturbadora.

Si bien los puntos positivos del film son varios -a los que también se puede añadir una narración dinámica y sólida- posee un flanco débil que no se puede dejar de mencionar. El problema no es de orden estético sino ético -aunque, a mi entender, resulta imposible diferenciar ambas categorías, puesto que toda estética posee un planteo ético ineludible y viceversa-.

Jacques Rivette, en su texto (ya) clásico De la abyección (1961), expone lo siguiente:

“…por múltiples razones, de fácil comprensión, el realismo absoluto, o el que puede llegar a contener el cine, es aquí imposible; cualquier intento en este sentido será necesariamente incompleto («por lo tanto inmoral»), cualquier tentativa de reconstitución o de enmascaramiento irrisorio o grotesco, cualquier enfoque tradicional del «espectáculo» denota voyeurismo y pornografía. El director se ve obligado a atenuar, para que aquello que se atreve a presentar como la «realidad» sea físicamente soportable para el espectador (…). Al mismo tiempo, cada uno de nosotros se habitúa hipócritamente al horror (…) ¿quién podrá la próxima vez extrañarse o indignarse ante lo que, en efecto, habrá dejado de ser chocante!?”
“Digamos que podría ser que todos los temas nacen libres y en igualdad de derechos. Lo que cuenta es el tono, o el acento, el matiz, no importa cómo lo llamemos: es decir, el punto de vista de un individuo, el autor, un mal necesario, y la actitud que toma dicho individuo con respecto a lo que rueda, y en consecuencia con el mundo y con todas las cosas (…). Hay cosas que no deben abordarse si no es con cierto temor y estremecimiento; la muerte es sin duda una de ellas, ¿y cómo no sentirse, en el momento de rodar algo tan misterioso, un impostor?” (¡Vale la pena leerlo entero!)

Rivette se refería a los campos de concentración y a un film en particular: Kapo (Gillo Pontecorvo, 1960). Sin embargo, la calidad y complejidad del concepto acuñado puede aplicarse a otros films y situaciones. Después de todo, las villas miserias también son realidades que deberían avergonzarnos y la exposición “pornográfica” del cuerpo de un joven acribillado no puede mostrarse en planos detalle, que fracturan el horror de la muerte estetizándola. Al ritmo de Rivette, lo que importa es la actitud del realizador y, quizá, con un fuera de campo o una alusión menos obscena (o no obscena) podría evitarse el golpe bajo y la inmoralidad.
En su intento de exponer críticamente situaciones complejas y graves de la realidad, resulta retratándolo como un turista, ajeno a las dificultades y adversidades que se tatúan en la piel de los verdaderos habitantes.

Puede reconocerse el deseo de exponer un aspecto de nuestra sociedad que se invisibiliza cotidianamente, puesto que las heridas que generan son irreversibles en quien las descubre. En este sentido, existe una coherencia en la filmografía de Trapero que permite comprender que este no se trata de un intento vacuo de exportar una guía de lujo sobre las atrocidades del tercer mundo a Europa (quiero creer); sino una forma de compromiso legítima. El realizador se cuida de no caer en los lugares comunes más determinantes; no criminaliza, pero tampoco reivindica la vida en la villa… Simplemente la expone con sus matices claroscuros, sus contradicciones y necesidades. Quizá, en su intento desmesurado de articular las numerosas facetas de la dinámica del barrio, junto al desarrollo de los personajes –cada uno, también, con cuestiones existenciales propias-, culmina en un fresco muy extenso, pero poco profundo de sus realidades.

Elefante blanco se erige como una crítica muy sofisticada y refinada pero poco punzante, puesto que esboza una gran cantidad de focos de tensión –drogas, corrupción, desidia, resignación, etc.- sin ahondar lo suficiente en ninguno.